Tres mujeres de 45 años sentadas en un plaza hablando, manejando sus teléfonos y comiendo snacks de una bolsa, atienden a sus conversaciones mientras 4 niños (hijos de las mismas) juegan en un parque de Madrid.
Los niños dan vueltas, saltan, gritan, ríen, se distraen y muestran su revoltosidad sin freno. Una de las madre empieza a llamar la atención de su hijo desde la distancia: “¡-Pablito- deja de molestar y ven a jugar aquí!”. Pablito sigue su ritmo y no hay quien le pare; está jugando a tirar piedras, remover arena y juntar palitos en un esquina. “¡No para!”, dice la madre, “Se pasa todo el día revoltoso y no hay quien le haga detenerse. En la escuela me han dicho que es hiperactivo”.
No sé quién habrá dicho que ese niño era hiperactivo, pero ya les digo yo que no tenía tal síndrome. Cuando estaba de prácticas en un hospital psiquiátrico, y me presentaron a un chico con hiperactividad, no pude creer lo que vi. Era un muchacho enfermito, absolutamente fuera de sí; incapaz de mirar a un punto fijo y con una mirada de sufrimiento que todavía hoy recuerdo al ponerle cara. Eso era hiperactividad, lo de sus hijos se llama “estar vivos”.
La medicina y la psicología tienen ese hambre técnico por creer que, al poner nombre a las cosas, todo va a ir mejor. Lo que antes era un niño vivo ahora es un niño con hiperactividad. Tienen esa necesidad de llamar y nombrar a las cosas, de meterlas dentro de un nombre para justificar lo que pasa y esto, que parece algo inocente, es para mí un gran peligro en el que estas ciencias están inscritas. Peligroso porque no hay nada peor que darle a un niño en desarrollo una etiqueta que le invite a abandonarse diciendo: “Ya estoy perdido, tengo el síndrome…” y también es muy peligroso porque, cuando ponemos nombre a algo, dejamos de mirar lo que está pasando y vemos sólo el nombre asociado.
Recuerdo a A.F. un alumno de 14 años que estaba medicado y yendo al psicólogo desde hacía años. Antes de eso era un chico vivo, lleno de conflictos, dudas y peleas internas; un corazón de artista. Lo padres, encantadores y muy comprometidos con su educación, no sabían qué hacer porque en casa se mostraba agresivo y en la escuela no rendía. Un psicopedagogo, de esos que tendrían que haberse formado un poco más o haber vivido un poco más, les dijo que el niño tenía TDAH y les invitó a llevarlo al psiquiatra. Así lo hicieron y el señor médico encantado de poder administrar medicinas a ese niño. A.F. pasó de ser un chico vivo y lleno de dudas a ser un niño calmado y manso. Su mirada antes tenía guerra y curiosidad, también ciertos destellos de arrogancia y ternura y ahora era un espejo opaco, nítido y frío como el mirar de alguien que ya no mira nada. Una mirada abandonada, una mirada que ya no se cuestionaba nada.
Al principio todo estaba “bien”. El chico no estudiaba (aunque se esforzaba) y en casa estaba tranquilo hasta que un día esa medicina dejó de funcionar. Ni los padres ni el psiquiatra podían saber cuáles eran los efectos de una medicina recetada a edades tan tempranas. Aunque dudo que el médico no supiese lo que yo ya sabía y es que el cuerpo genera defensas contra la medicina hasta que al final termina por generar un tercer factor antes inexistente: La necesidad de tener que medicarse para estar bien.
Y es aquí donde nace el auténtico problema.
Me senté con él y empecé a hablarle: “¿Cómo te va?, ¿Qué te cuentas?…”. Seguimos hablando un rato hasta que me dijo: “Julián, ahora puedo decir que estoy loco; me medican como en las películas. A los mayores sólo tengo que decirles que tengo una enfermedad mental y dejan de criticarme”.
Claro, hermoso niño-hélice, te hemos enseñado a justificarte y finalmente, en vez de mirarte y acogerte, te hemos obligado a ser como nosotros queríamos. Te obligamos a ti y al resto de la infancia a ser tranquilos, buenos, serios, autónomos, respetuosos y trabajadores. Os lo pedimos a vosotros porque nosotros no lo somos. Olvidamos que la educación es un proceso de acogida al recién llegado y, en vez de mirar a quien nace, en vez de seguir sus ritmos, les obligamos a seguir el nuestro y, cuando no encajan en nuestro mundo, decimos que están enfermos. Claro, están enfermos porque no son como yo. Es entonces cuando aparece la medicina ciega y comienza a fabricar en masa etiquetas y cápsulas para decirles a las intranquilas mentes de los padres, maestros y agentes educativos: “Tranquilos, hemos encontrado una solución a esa disfunción social. Ellos están enfermos y nosotros sanos. Vamos a darles más pastillas para corregir esa desviación”.
El problema más doloroso que encuentro en todo esto es que son las poblaciones más desfavorecidas las que “caen” en esa trampa. Un chico de zona adinerada posiblemente tenga una familia que pueda permitirse enviarle a campamentos, terapias, pedagogos, etc y consiga resolver esa “disfunción” de una forma más sana, pero el chico que vive en un barrio más pobre no conoce eso. Su familia no tiene la posibilidad económica de gastarse el dinero en especialistas que le ayuden a “sentirse normal”. Es ahí donde he visto decenas de niños hermosos medicados, uno tras otro, hasta completar una clase entera de 12 alumnos. Esos papás, llenos de amor y ganas de que sus hijos tengan lo mejor, son víctimas del imperio de la medicina ciega que hace muchos años dejó de mirar la vida y empezó a mirar sólo la enfermedad.
Para terminar, y más tarde seguir ahondando, esos niños no tienen hiperactividad, lo que pasa es que nosotros estamos muertos. Lo que pasa es que hemos pasado nuestra vida delante de un televisor y nos pasamos el día mirando al teléfono, sin hacer deporte, sin hacer un viaje que no sea a Benidorm a tumbarnos en la playa, comer tortilla y dar un semi-paseo nocturno por la costa.
Entonces, ese niño lleno de ganas y de vida, ese que nos vino a recordar que la vida es algo más que ser un espectador de lo que pasa en nuestras vidas, está muy inquieto. Él, que nos vino a recordar que la vida se construye “estando en ella”, nos espeja nuestra miseria interna y así asistimos a otro caso de “violencia adulta hacia el niño”. Sí, esta es una manifestación de violencia adulta. Hay otras muchas que iré detallando.Es violencia porque no vemos al niño, vemos antes nuestra comodidad. Es violencia porque tratamos de llevarle a nuestro mundo y a nuestro ritmo y no nos permitimos observarle y aprender de su mirada. Es violencia porque no hay diálogo, sólo hay un monólogo del adulto que lo culpa y juzga diciéndole que está enfermo.
Y así pasa su niñez, sin un adulto que le acompañe de otra forma que no sea desde el sofá y señalándole lo que debe hacer. ¡Cómo si las personas aprendiésemos por imperativo de un dedo índice!, ¡Cómo si eso pudiera llamarse amor!
Qué fácil, ¿verdad? Cuando digo que ese niño es hiperactivo puedo desviar la atención sobre el auténtico problema que es que estoy muerto por dentro, que soy una persona sedentaria, que he olvidado para qué vine a este mundo, que he tirado la toalla y simplemente quiero tranquilidad, paz y que mi hijo sea el mejor pero sin molestarme demasiado.
No quiero que los padres se sientan mal. Lo hacemos lo mejor que podemos. Si con esta lectura, de pronto les brota la necesidad de empezar a ver a sus hijos con otra mirada, será una noticia magnífica.
Sólo digo que la infancia es un espacio de aprendizaje conjunto, que la crianza de un niño no es sólo darle de comer, vestirle y comprarle cosas. Debemos educar activamente, educar estando, educar desde la mirada que acoge, que observa y se mete hasta la entraña de lo desconocido.
No eduquemos desde la mirada que controla desde la distancia, desde la mirada que vigila por si le pasa algo malo, desde la mirada que le saca fotos a través del teléfono mientras conversamos con amigos sobre lo hiperactivo que es nuestro hijo, evitando hablar así de lo apagada que está nuestra vida.*
________________
*Del borrador del libro “La Educación de las luciérnagas” de Julián Bozzo.
Julián Bozzo: Pedagogo formado en Antropología, Terapia Gestalt y Pedagogía Sistémica. Diplomado en Ciencias Químicas. Poeta y Músico. Director de Mundo Aladuría que incluye (ImproVersa Escuela de Creatividad y Canto Improvisado, Danza Palabra Pedagogía y Mundo Aladuría Música).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario