Por Juan María Segura
Que la educación argentina atraviesa una etapa sombría es una verdad de Perogrullo. Lo advertían las pruebas internacionales (PISA, PIRLS, TIMSS) y regionales (PERCE, SERCE, TERCE), y lo confirmaron los Operativos Aprender de 2016 y 2017. Llevamos ya 4 o 5 años (algunos sostienen que +10) intentando precisar el nivel de gravedad del asunto, la extensión del problema, el foco principal, los responsables de semejante despropósito en una actividad tan crucial para el país, el origen del desgobierno de los aprendizajes, etc., pero finalmente ya nadie discute la foto: los chicos aprenden poco y mal en la escuela, y si logran graduar (1 de cada 2 alumnos a nivel nacional, 1 de cada 10 en el NSE mas bajo), llegan mal preparados al ciclo siguiente. ¿Qué hacer?
Por supuesto que el Estado tiene un rol protagónico y determinante en este debate, y es quien debería liderar la diagramación del nuevo rumbo. La política y la dirigencia sindical están obligadas a acordar un nuevo rumbo de una forma armoniosa y transparente. Y lo deben hacer pronto, de una manera adulta, superando mezquindades y pequeñez. Aún no lo han logrado plenamente, pero ocurrirá, seguramente alrededor de la reforma de la escuela secundaria o de proyectos equivalentes, ya acordados en el seno del Consejo Federal de Educación.
Por otro lado, la opinión publica y la sociedad, que miran este espectáculo desde afuera, también tienen un rol importante, sosteniendo el interés por el tema, aún en épocas en donde en apariencia todo funciona bien. Hablar de educación solo cuando hay paros, piquetes o casos de violencia es infantil, y es ingenuo suponer que esta forma de interesarse por el tema finalmente presionará por la agenda de transformación que el sistema necesita. Lentamente, la sociedad va tomando nota de esto, y comienza a modificar su actitud.
Sin embargo, quienes más pueden hacer por cambiar el curso de la historia en el corto plazo en este tema son los docentes. Ellos poseen una tarea central y suprema, más allá de lo que hagan los otros actores. Ellos son quienes están diariamente con los aprendices en el aula, en contacto diario con el propio y mágico acto educativo. Ellos conocen a los chicos y chicas, saben de dónde vienen, de qué carecen, y qué los entusiasma. No están obligados a ir a fondo en esta tarea trascendental, pues el sistema no audita adecuadamente su trabajo y las leyes educativas en nuestro país son una mera orientación de práctica (tristemente), pero los docentes pueden hacerlo, están en condiciones, manejan herramientas, contenidos y didácticas que los habilitan a tal fin, aun cuando no sean (aún) alfabetos digitales. Los docentes, aun en las condiciones sombrías en las que funciona la educación argentina en la actualidad, poseen la enorme oportunidad de transformar la mirada de esos niños y niñas, de sostenerles el interés por conocer, comprender y saber en cada clase, frente a cada conflicto, ante cada dificultad, en las malas y en las peores. Nuevamente, no son los únicos, ni están obligados, ¡pero pueden!
Animados por esta creencia, por este espíritu profundamente idealista y vocacional, por la convicción que tenemos respecto de la capacidad transformadora del docente dedicado y decidido, en los próximos días presentaremos en la Feria del Libro un panel con tres casos de docentes argentinos transformadores, de carne y hueso. Son casos diferentes, provenientes de regiones geográficas y ciclos educativos distintos, que tuvieron que superar los obstáculos que paralizan y disuaden a muchos, pero que convergen en un aspecto clave: suscitaron el interés y la atención de los alumnos, y lograron aprendizajes diferenciales, aún en esos contextos confusos y culturalmente poco estimulantes. Si, lograron despertar el entusiasmo de esos niños y adolescentes que creemos que no tienen arreglo, de esos nativodigitales que pensamos que solo disfrutan navegando por las redes sociales y sacándose selfies, de estos pequeños que en teoría escapan al esfuerzo y sacrificio que demanda adentrarse en nuevos mundos y adquirir nuevos aprendizajes.
Iluminar buenas prácticas docentes es una tarea a la que también nos tenemos que acostumbrar, no para negar los problemas, ni para defender tal o cual gestión política, sino más bien para mostrar caminos posibles de salida del estado sombrío en el que nos metimos. Es necesario crear espacios que visibilicen esas practicas pedagógicas admirables, que enseñan, que esperanzan, que animan.
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